jueves, 23 de junio de 2005

Reflexiones de un Perro Afgano

Fue aquella noche de conversación etílica entorno a una barra de bar. No consistió en una noche anecdótica cualquiera. Fue una noche de las que sientan cátedra. Desde entonces me declaro ateo, no practicante, en materia amorosa.

Por muchas razones.

Porque la verdad y la mentira están tan cerca la una de la otra que carecen de sentido; porque yo soy de esos que piensan que la vida se sostiene a base de contradicciones; y que lo bueno o lo malo son sólo si también lo es su antítesis...

Porque a veces lo dudo. Y la duda es la que me mantiene en la lucha diaria.

Porque si todo está escrito nada está hecho, o mejor, no hay nada por hacer. Que no es lo mismo. Y a eso... me niego. Y lo niego sin convicción. Pero sí con la fuerza estertora que me da el instinto de supervivencia y la falta total de respeto por la derrota.

Y porque aunque me de vergüenza no me lo tengáis en cuenta. Yo, por lo menos, no niego mi condición y eso me ayuda a dormir y aun a veces a descansar.

Y ni siquiera me atreveré a negar (aunque tampoco tengo una real convicción en ello) que si digo algo es por llamar la atención por todo lo contrario. Todo aquello que me callo.

Que me guardo y que me pesa.

Y su peso me mantiene unido a la más terrenal y prosaica de las realidades. Si no fuera así, sin esas piedras en los bolsillos de mi alma no sé donde andaría ésta. Tan lejos de mí como yo mismo me siento al escribir esto.

En cualquier caso no te equivoques. Las ideas no las tiene el que habla, escribe, pinta o interpreta su música. Las ideas están en la cabeza del receptor. Del que mira, lee o escucha. Y son en su interior donde se gestan y donde ven la luz. No me reproches a mí las cosas que no quieres reconocerte.

Por si acaso, lo negaré todo. Y, además, tengo coartada. Ni estaba allí ni escuché lo que dije.

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