lunes, 10 de marzo de 2008

Línea 9

El olor a orín se acercó sigilosamente, sin definirse completamente, como una sutil niebla que presagia una catástrofe, se acercó como lo hacen las malas noticias, que casi nunca llegan de improviso sino que reptan y nos acechan esperando el momento propicio para asaltarnos. Introduje el bonobús en la maquina y mientras se oían los pitidos y clicks de su incoherente lenguaje busqué un sitio para sentarme. Encontré un hueco libre, me senté y saqué un libro de mi bandolera. Justo en el momento en que comenzaba a leer, el olor volvió, como un mal recuerdo. Delante de mi estaban sentados dos viejos a los que no había prestado ninguna atención (es asombrosa la capacidad del hombre para no ver aquello que no quiere ver). Al fijarme con detenimiento vi que los pantalones de uno de ellos, del más bajito, tenían una gran mancha que se extendía desde la entrepierna. Los pantalones estaban sucios así como el resto del atuendo del anciano. Su traje era una colección de despropósitos, rotos y remiendos tenian una continuidad pasmosa. A su lado, el otro viejo le hablaba sin parar, intentado distraerle, intentando que el viejo bajito olvidara lo que acababa de suceder. En sus ojos se leía la tristeza al ver a su amigo vencido por un enemigo cobarde e invisible. La gente que se acercaba se limitaba a poner cara de asco y alejarse. Algunos cuando estaban lo suficientemente lejos se reían, otros comenzaban a criticar al pobre anciano. Yo miraba la escena aterrado pues presentía que algo no iba a ser igual en el mundo, en mi mundo, después de aquello. El viejo, humillado por un esfínter gastado, clavaba su mirada en el sucio suelo del autobús. Su compadre se levantó y le ayudo a ponerse en pie, después le arregló un poco la corbata. El autobús se paró. El viejo bajito aun continuaba mirando el suelo. Las puertas se abrieron con violencia. Una gota de rabia se destiló en los ojos del viejo y cayó en mitad de aquel suelo pisado tantas veces. Tras la riada que salía del autobús empujándose los unos a los otros, observé como se marchaban los dos viejos. Se llevaron con ellos toda la dignidad que le quedaba a este mundo. La llevaban como un pesado fardo sobre sus chaquetas llenas de agujeros y sus pantalones sucios de orín.

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